viernes, 26 de junio de 2009

Porvenir

Dos años.

No fue tanto si se ponía a considerar su historia familiar y su propia participación. Al fin y al cabo, nadie que tenga sus prioridades ordenadas de acuerdo a valores tan mezquinos y actúe en función de ellos, puede librarse de las consecuencias sólo porque en un momento de lucidez moral –y amor, para qué negarlo- se decidió por lo correcto. Y además, lo sentía en los huesos, ella no hubiera esperado menos de él que ese acto de justicia que lo llevó a quedarse y enfrentar las consecuencias de sus actos en lugar de escaparse con ella lejos, bien lejos.

Se vistió con calma porque quería salir de allí rápido, casi ni revisó las escasas pertenencias que le dejaron en ese cubículo infesto que ocupó durante esos dos largos años. Y maldijo a su padre por haberlo moldeado a su semejanza y se maldijo una vez más por débil, por cobarde y por haber creído alguna vez que el mundo se dividía en dos y que él estaba en el bando de los que se arrogan decidir quién vive, quién muere y quién es digno de llevar magia en las venas.

Lo último que hizo antes de salir de allí fue mirar por última vez el dibujo de su cara en la pared oscura y fría, hecho con sangre pura –su sangre pura- el día que llegó.
Dos hombres lo escoltaron hacia la salida donde un tercero los esperaba. Le entregaron la varita que tomó con cuidado, sintió la calidez de la madera en su mano y lo recorrió una energía que, a fuerza de no sentirla durante dos años, hizo que casi se le cayera de la mano.

Los inmensos portones se abrieron para dejarlo pasar, cuadró los hombros y sin volver la vista atrás caminó, aparentando una seguridad que no sentía, hacia el exterior. Alzó los ojos al cielo tan gris como sus ojos, parpadeó desacostumbrado y echó a andar, hacia lo por venir, hacia ella, lejos de la muerte y sus amigos.





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